Artículo publicado en la obra colectiva ‘Aún hay tiempo: paisajes para después de la pandemia’, editada por la Universidad de Almería (UAL).
Lo primero es agradecer a la Universidad de Almería (UAL) y a su Consejo Social su invitación a participar en esta obra colectiva sobre la universidad española. Lo hago encantado como presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las universidades españolas (CCS), y personalmente agradecido a quien ha sido su presidenta durante estos últimos años, Magdalena Cantero, por su ingente labor universitaria y su trabajo a favor de la CCS.
El título es el que los editores del libro me han propuesto y me parece apropiado, pero yo quizá hubiera invertido la posición de las palabras sociedad y universidad (en todo caso nos vamos a referir a la universidad pública) para hablar de lo que la universidad espera de la sociedad a la que sirve. La explicación de este cambio es muy sencilla: aunque a menudo parecemos olvidarlo, la universidad no es de quienes trabajan y estudian en ella, la universidad pública es de toda la sociedad que además la financia muy mayoritariamente con sus impuestos. Esta afirmación no es meramente retórica porque conlleva una importante consecuencia: a la sociedad corresponde la responsabilidad de dotar de medios, financieros y de todo tipo, a su universidad para que pueda estar en condiciones de hacer frente y dar respuesta adecuada a los desafíos que plantea un servicio público de educación superior en este mundo global, tecnológico y competitivo que nos ha tocado vivir.
El tema no es baladí. El verdadero motor del desarrollo económico y social, y por tanto el mayor garante de nuestro bienestar social, es el talento de nuestras personas y en la formación de ese talento las universidades son protagonistas necesarios e insustituibles. Las empresas, principales agentes de ese desarrollo, son el resultado de lo que sus trabajadores hacen de ellas mediante un proceso de gestión ordenada y jerarquizada que debe ser capaz de sacar el máximo rendimiento del talento que atesoran. La consecuencia clara es que la mejor inversión que nuestro dinero público puede hacer es la que tiene por objeto la mejora de nuestra educación en general y la de nuestras universidades en particular.
La situación de la universidad pública española es muy meritoria pero francamente mejorable en términos de excelencia internacional y ahí están los rankings que nos lo recuerdan con molesta insistencia. En ello tiene una indudable responsabilidad la propia universidad, que viene mostrando su reiterada resistencia al cambio, en especial al de su modelo de gestión y gobierno, elemento esencial para poder sacar partido al inmenso talento de las personas que la integran. Pero no es la universidad la principal responsable de sus actuales limitaciones y por eso digo continuamente que es más victima que culpable de su actual situación. Podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que toda institución genera resistencias al cambio porque tiende a su continuidad y las personas que la integran, lógicamente y salvo excepción, a la consecución de su propio interés dentro de la organización. No es realista pedirle a la propia universidad, institución ya de por sí muy compleja, que cambie desde dentro. Es la sociedad que, insisto, es su responsable porque la financia mayoritariamente y para ella presta la academia el servicio de educación pública superior, la que tiene la obligación ineludible de dotarla de medios, y no solo financieros, y la que tiene que introducir en ella las reformas periódicamente necesarias para evitar que, como actualmente le ocurre a nuestra universidad pública, se vea superada por la velocidad de cambio del vertiginoso mundo en el que vivimos. Y no cabe esgrimir la autonomía universitaria como excusa para frenar el cambio necesario, disfrazando lo que muy a menudo son intereses corporativos. La libertad de cátedra y la libertad de investigación están garantizadas en nuestro estado social y democrático de derecho y tienen poco o nada que temer ante la introducción en las universidades de nuevos modelos que permitan la gestión eficiente del talento, primando el esfuerzo y el mérito.
Por eso fue lógica, ejemplar y digna de todo elogio, la iniciativa de Crue Universidades Españolas, en ese momento presidida por el Rector de la Universidad de Lleida, Roberto Fernández, de promover un acto conjunto de toda la sociedad -CRUE, CCS, Cámara de Comercio de España, CEOE, CEPYME, CREUP, CSIF, UGT, CCOO…- que el día 26 de septiembre de 2018 pidió en el Congreso de los Diputados a las instancias políticas parlamentarias, “que sitúen a la universidad española como una prioridad estratégica de su acción y promuevan una nueva Ley Orgánica Universitaria que cuente con un amplio consenso político y social plasmado en un gran pacto de Estado”. Este acto constituyó un hito histórico en la trayectoria de la universidad española en la democracia y, aunque la respuesta política haya sido decepcionante -nula autocrítica y ninguna acción-, desde la perspectiva de la CCS deja constancia del camino a seguir: reconocimiento de la importancia estratégica de la universidad, permeabilidad al cambio de la academia y voluntad política. La CCS viene pidiendo reiteradamente a nuestros representantes políticos tres cosas: (i) valentía, porque la reforma de la universidad nunca ha sido fácil, pero hay que hacerla, (ii) generosidad, porque la inversión en educación siempre es a largo plazo y desde luego siempre más allá de las próximas elecciones, y (iii) grandeza de miras, porque nada puede ser más rentable para nuestro futuro que la inversión en la excelencia de nuestras universidades.
Pero el entorno no es favorable. Es un hecho, la historia y las cifras lo demuestran, que España no apuesta por la educación ni por el talento de sus personas. La nueva ejecutiva de la CCS, al iniciar su mandato en noviembre de 2017, aprobó una serie de objetivos estratégicos y el primero de ellos no se refiere a la gobernanza universitaria ni a la financiación, ni a ningún otro tema universitario concreto, sino que propone “sensibilizar a la sociedad española y en especial a sus representantes políticos sobre la trascendencia de la educación en general y de las universidades en particular, para el bienestar y el progreso social. España será en el futuro el resultado de lo que hoy sea capaz de invertir en la excelencia de su educación y de sus universidades”.
El informe del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE) sobre la “Contribución socioeconómica del Sistema Universitario Español (SUE)”i, encargado por CRUE y CCS y hecho público el pasado año 2019, refleja la consecuencia de esta situación cuando dice que “Las relaciones de las universidades españolas con su entorno no son tan intensas como en otros países, ni sus servicios tan demandados, ni sus resultados tan aprovechados como deberían…”, sienta una consecuencia evidente: “La sociedad española precisa del fortalecimiento de las relaciones entre la universidad y los distintos sectores económicos” y pide que se genere un círculo virtuoso: “Un proceso dinámico en virtud del cual el entorno sustenta a las universidades demandando su formación, investigación y transferencia de resultados y, por su parte, las universidades contribuyen al desarrollo económico y social del entorno generando el capital humano y tecnológico necesario”.
Este informe trata de cuantificar los impactos directos e indirectos generados por el SUE en la economía nacional, en la reducción de las desigualdades sociales y en la propagación de comportamientos sociales avanzados. Hoy más que nunca, a consecuencia de la delicada situación económica y del incierto futuro de la sociedad española, deberíamos tener muy en cuenta sus conclusiones: la actividad relacionada con el SUE devuelve a la sociedad 4,3 euros por cada uno que la administración pública invierte en su financiación, supone una inyección de 15.991 millones de euros anuales, genera el 2,56% del empleo en España, el 9,8% del capital humano de la población activa y el 27,8% del capital tecnológico, e impactos económicos del 2,12% del PIB. Además, los universitarios pagan más impuestos a lo largo de su vida laboral y tienen más competencias digitales. La universidad reduce las desigualdades de género y fomenta la cultura, la conciencia medioambiental y comportamientos más altruistas y participativos.
Dicho esto, ya podemos hacer una rápida relación de lo que “la sociedad espera de su universidad”, en el sentido que la RAE da a la acepción de esperar como “poner en alguien la confianza de que haga algo” pero siendo conscientes de que también es de la sociedad, incluso más que de la propia universidad, la responsabilidad de ese “hacer algo” por parte de académicos, investigadores, personal de administración y servicios y estudiantes.
1.- Que la universidad sea una institución clave en la formación del talento de las personas, que es el verdadero motor del desarrollo económico y la garantía de nuestro bienestar social.
El talento de nuestro capital humano, y no éste o aquel sector de la actividad económica, es el verdadero impulsor de la economía y de la generación de empleo. Las empresas no son otra cosa que la suma del talento agregado y ordenado de sus trabajadores y la productividad y competitividad del conjunto de las empresas es la medida real de la situación económica de un país. La pandemia vírica que está asolando el mundo, y muy especialmente a la sanidad y a la economía españolas, ha puesto en jaque actividades económicas decisivas para nuestra economía, pero no puede afectar al talento de nuestras personas, que tiene que ser la base de nuestra recuperación.
Sin embargo, de la misma manera que no apostamos por la educación, tampoco lo hacemos por el talento, y aquí tenemos un serio problema de partida. El IMD, una escuela de negocios suiza de reconocido prestigio, publica anualmente un “World Talent Ranking” que clasifica a los países según su capacidad para generar, atraer y retener talento. En el ranking correspondiente al año 2019ii, España aparece situada en la posición 32 de 63 países, por tanto, muy por debajo de lo que le correspondería según su peso relativo en la economía mundial. A España le penalizan fundamentalmente tres factores: (i) escaso gasto público en educación por estudiante (ii) falta de motivación por las escasas posibilidades de ascenso profesional y (iii) escasas habilidades con los idiomas.
2.- Que, mediante los principios y valores vinculados al esfuerzo y al mérito, la universidad sea el gran vehículo para la movilidad social ascendente de la población.
La universidad es un instrumento clave en las sociedades modernas para garantizar la igualdad de oportunidades y la movilidad social ascendente de la población, especialmente de personas con un origen social más desfavorecido. Según datos del informe del IVIE1 antes citado, reduce la temporalidad más de 10,2 puntos porcentuales, mejora el acceso a empleos cualificados en 31,4 puntos porcentuales, favorece la movilidad social ascendente y reduce hasta un 88% el riesgo de pobreza y exclusión social. Según datos de Education at a glance 2018, los ingresos de un graduado superior en España más que doblan los de alguien con tan solo estudios obligatorios, prima salarial superior a la que se da en el conjunto de la OCDE.
Es esencial a la idea de universidad pública que ningún estudiante que reúna condiciones de capacidad y mérito, pueda quedar fuera de ella por razones económicas. La universidad pública tiene que ser el gran instrumento de igualación y promoción social por la vía del estudio, del trabajo y del esfuerzo, frente a la cultura de enriquecimiento rápido y del “pelotazo” que tanto daño ha causado, en tiempos no muy lejanos, a la sociedad española, con el consiguiente deterioro del necesario buen ejemplo debido a nuestros jóvenes y estudiantes por la clase política y empresarial. Pero es importante no caer en el error, tan frecuente en nuestros políticos y dirigentes al uso, de confundir igualdad de oportunidades y universidad pública con universidad barata. Ese razonamiento encierra uno de los típicos ejemplos del electoralismo y cortoplacismo que tanto daño están haciendo a nuestra universidad. Probablemente el ideal de universidad pública al que todos aspiramos es el de una universidad excelente y gratuita, pero tenemos la obligación de ser realistas y proveer a la equidad y a la excelencia del sistema con los medios que el propio sistema permite. Es cierto que las tasas universitarias españolas están entre las más altas de Europa, pero nos estamos comparando con universidades muy bien financiadas, con trasferencias del sector público generosas, que se pueden permitir tasas reducidas o incluso inexistentes sin merma de su excelencia. Desafortunadamente no es el caso de las universidades españolas, que se encuentran entre las peor financiadas de Europa y de la OCDE, tanto si consideramos el gasto público en universidades como porcentaje del PIB, como si ponderamos el gasto promedio por estudiante.
La escasa prioridad que la sociedad española y sus políticos dan a la universidad y la inevitable crisis económica y escasez de recursos en nuestro futuro, no hacen prever una sustancial mejora de la financiación de las universidades a corto y medio plazo. Sin embargo, la excelencia universitaria tiene que seguir siendo un reto social irrenunciable y no podemos ignorar que tiene un coste. En tanto esta situación no cambie, mucho más adecuado y progresista que propugnar tasas gratuitas de manera demagógica, es que, quien puede, copague una parte del coste del servicio y que esa aportación financie los estudios de quien no puede permitírselo, mediante un adecuado y generoso sistema de becas y ayudas y, si hubiera remanente, se aplique a financiar la excelencia del sistema. En cualquier caso, sería bueno que quienes centran su discurso en la gratuidad de las tasas académicas, justificaran cómo plantean financiar en la España actual la necesaria excelencia de la universidad.
3.- Que la universidad sea excelente en el cumplimiento de las tres misiones que constituyen su razón de ser: la docencia, la creación de nuevo conocimiento a través de la investigación y la transferencia de resultados de esa investigación al sector productivo.
Cada una de esas misiones está sufriendo en la actualidad las consecuencias de los rápidos cambios propios del mundo acelerado, cambiante y convulso que nos ha tocado vivir. La clase magistral del profesor pierde relevancia porque el mejor saber que contenía probablemente está ya disponible en internet, el I+D+i es ya obligado y transversal en todas las áreas de conocimiento y la colaboración público-privada, la suma de fuerzas y esfuerzos y la creación de sinergias entre todos -en nuestro caso entre universidades y empresas- es imprescindible si queremos competir en el mundo y generar puestos de trabajo y bienestar social.
Tenemos magníficas universidades investigadoras (las españolas hacen proporcionalmente más y mejor investigación que sus comparables europeas frente a un sector productivo que hace menos) pero los resultados de esa investigación se han volcado siempre más hacia la publicación que hacia la transferencia hacia el sector productivo. De hecho, somos el undécimo país del mundo en publicaciones científicas y hacemos el 3,3% del total mundial, pero salimos muy mal parados en todos los rankings de competitividad por país, debido en buena parte a la incapacidad para convertir esa investigación en economía real. Las razones han sido varias: el propio sistema de autogobierno de la universidad que la ha encerrado en sí misma y ha creado innecesarias distancias entre ella y la empresa, el desinterés y la falta de compromiso del sector productivo con su universidad, y la falta de incentivos en la carrera universitaria a la transferencia.
En cuanto a este último extremo, resulta en efecto sorprendente que la primera regulación de los sexenios de transferencia de posible aplicación a todas las áreas de conocimiento, no tiene lugar en España hasta la publicación en el BOE de 26 de noviembre de 2018 de la Resolución de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora de 14 de noviembre anterior, por la que se publican los criterios específicos aprobados para cada uno de los campos de evaluación, con el explícito reconocimiento de ”la importancia que para el futuro del país tiene la innovación y la transferencia a las empresas o a otros agentes sociales de los resultados de la investigación obtenidos en las universidades y en los Organismos Públicos de Investigación” y con el propósito de “promover dinámicas y políticas de incentivos en las universidades y centros de investigación, en el plano de la transferencia, la innovación y la difusión del conocimiento hacia todo tipo de actores sociales”.
A esta necesidad de equiparar los sexenios de transferencia a los que reconocen la productividad investigadora, se une la urgencia de modificar las actuales oficinas de transferencia de conocimiento (OTRIs) de las universidades, dándoles una orientación más comercializadora entre el tejido productivo de los resultados de la investigación universitaria, más allá de su función de apoyo administrativo a la gestión de proyectos y contratos de I+D+i.
Poco ha ayudado en este necesario proceso de transferencia el sector productivo y por ello, especialmente bienvenida sea la declaración de voluntad de la CEOE cuando, en su “Libro Blanco de los empresarios españoles. La educación importa «iii publicado en 2017 incluye entre las diez propuestas clave que plantea la de “intensificar los vínculos recíprocos entre educación y empresa y el protagonismo del empresariado en la gobernanza ejecutiva de la formación para el ejercicio de la profesión”.
Pero la tarea no es fácil ante una composición del tejido productivo español inmensamente constituido por microempresas (95% con menos de 10 trabajadores y 83% con tres o menos de tres, solo un 0,8% de empresas medianas o grandes) y su cultura escasamente innovadora al operar en sectores tradicionales de escaso valor añadido en mano de obra cualificada (menos de 11.000 empresas innovadoras de un total de 3,4 millones). Esta configuración para nada facilita la transferencia de los resultados de la investigación universitaria, pero al mismo tiempo justifica más aun la necesidad de que las universidades sean los grandes laboratorios de esa investigación que nuestro tejido productivo necesita para ser competitivo y crear valor económico.
La Cámara de Comercio a España, a través de su Comisión Universidad-Empresa, y en colaboración con la firma legal RCD, publicó el pasado año 2019 una propuesta de “Revisiones normativas en materia de transferencia de tecnología y creación de empresas de base tecnológica” iv. Desde la propia normativa reguladora de las universidades hasta la legislación general sobre ciencia, tecnología e innovación, pasando por la regulación de las incompatibilidades e incluyendo las leyes sobre patentes y propiedad intelectual y la Ley de Economía Sostenible, se proponen en cada caso las mejoras convenientes para facilitar la transferencia de tecnología universidad-empresa y la creación de empresas de base tecnológica.
4.- Que la universidad se dote de un adecuado sistema de gestión y gobierno (la denominada gobernanza universitaria).
El actual sistema de autogobierno universitario, implantado por la LRU en 1982, en el que la propia comunidad universitaria se autogestiona, viene demostrando ser un importante obstáculo para que la universidad pueda sacar partido del inmenso talento de sus personas y hacer frente a los retos que debe de afrontar un moderno servicio público de educación en el actual mundo competitivo, tecnológico y global que vivimos. Una pregunta legítima: ¿En qué se parece la universidad y el mundo actual al de 1982?
La elección del Rector por votación corporativa de quienes trabajan y estudian en la universidad, genera un inevitable conflicto entre los intereses, lógicamente corporativistas, de quienes votan y el interés del servicio público de educación superior al que tiene que servir la universidad. Además, en absoluto se puede decir que este es un sistema democrático, al no existir sufragio activo y pasivo libres e iguales, ya que no votan los ciudadanos contribuyentes que mayoritariamente financian con sus impuestos la universidad y solo puede presentarse a Rector un catedrático de la propia universidad.
En el actual estado social y democrático de derecho, el autogobierno universitario en absoluto puede invocarse como garante de las libertades de cátedra e investigación y en la práctica se ha traducido en una fuente de endogamia, un impedimento para la gestión del talento y un obstáculo para la flexibilidad operativa, la autonomía real, de la academia. Ha encerrado a la universidad en sí misma y es una de las causas de la excesiva distancia existente en España entre universidad y empresa. No existe ningún otro país comparable en el que al Rector lo elijan los que trabajan y estudian en la universidad. España es el país donde menos compromiso, participación y responsabilidad tiene la sociedad en la gestión y gobierno de su universidad que, hay que insistir, financia mayoritariamente con sus impuestos. Los actuales Consejos Sociales, única participación de la sociedad en la universidad, no somos órganos de gobierno sino solo órganos de control económico y presupuestario y del rendimiento de los servicios y, aun esa función, la cumplimos con un claro desajuste entre competencias teóricas y capacidades reales.
En cualquier otra institución, pública o privada, su primer responsable es designado por sus méritos y especialmente por sus méritos de gestión. Si esa persona está en la organización, se la promueve y, si no es así, se selecciona por un concurso de méritos entre candidatos externos. Nada de esto puede pasar en la universidad española. A cualquier catedrático con méritos y capacidad de gestión no se le podría promover, habría que convencerle para que se presentara a una elección -en no pocas ocasiones con un condicionante político en la decisión- y tendría que ganarla, lo que requerirá normalmente hacer campaña y satisfacer a quienes votan, cuyos intereses no siempre van a coincidir -por decirlo de una manera suave- con los generales a los que debe servir una universidad pública. En ningún caso puede seleccionarse por un concurso de méritos entre candidatos externos, porque solo puede ser Rector un catedrático de la propia universidad.
Con ser relevante, el tema de la elección del Rector es solo la punta del iceberg del verdadero tema que asfixia actualmente a la universidad española y compromete su excelencia internacional: la falta de flexibilidad operativa o autonomía real derivada de un sistema en el que el poder va de abajo a arriba y en el que el consenso ha de sustituir a la decisión ejecutiva, lo que complica y ralentiza la toma de decisiones y dificulta la gestión eficiente en general y especialmente la autonomía organizativa y la gestión del personal universitario y de su talento. Podemos preguntarnos si es posible la reforma necesaria de la universidad española sin tocar el tema de la elección del Rector. “Tone from the top” dicen los anglosajones, difícil sostener que una universidad pueda ser meritocrática y excelente en el servicio público si no cumple esa condición en el liderazgo de la organización.
Tres instituciones, la Cámara de Comercio de España, la Fundación CyD y la CCS promovimos conjuntamente en el año 2017 un estudio sobre la reforma de la gobernanza en los sistemas universitarios europeos de algunos países (Austria, Dinamarca, Finlandia, Francia, Países Bajos y Portugal) v que, a diferencia de España, sí llevaron a cabo reformas significativas en las últimas décadas para modernizar sus universidades. Algunas de las principales líneas de reforma europeas son las siguientes: (i) creación de órganos de gobierno que incorporan a personas externas a las universidades con arreglo a un estatuto jurídico que garantice su independencia y capacidad de dedicación a la universidad; (ii) un representante de la parte social preside este órgano, que designa al Rector (que evidentemente puede provenir de cualquier universidad del mundo) por concurso de méritos; (iii) modelos más gerenciales de gestión con mayor liderazgo individual. Normalmente, el Rector designa los decanos y otras posiciones de gestión interna; (iv) se limita la competencia de los órganos de la colectividad universitaria a las cuestiones académicas; (v) mayor profesionalización de la gestión institucional y aplicación de principios de gestión empresarial y competitiva que conllevan superar la fragmentación en la gestión interna de las universidades en facultades, departamentos etc.; (vi) cambio del estatus del personal académico, pasando de funcionario público a laboral y concesión de más flexibilidad a las universidades en la contratación de personal y (vii) mayor autonomía universitaria en paralelo con un aumento de la rendición de cuentas a través de mecanismos de financiación por objetivos o procedimientos de evaluación de la calidad.
5.- Que la universidad esté bien financiada, en línea con la prioridad que la sociedad debe dar al servicio público de educación superior.
Que España no apuesta por la educación y sus derivados inherentes, la ciencia y la investigación, lo demuestran las cifras.
Según el “Informe Cyd 2018”, el gasto público en educación representa hoy en España el 4,24 % del PIB -el porcentaje más bajo desde 2006-. Solo cinco países de la UE-28 se sitúan por debajo de España y estamos a mucha distancia de referentes como Finlandia 6,75 % o Suecia 7,05 %. Y si nos vamos al gasto público en universidades, resulta que el indicador está en el 1,28% del PIB, el noveno valor más bajo de los 34 países de la OCDE (1,52% en promedio) que ofrecen información.
Con datos del informe de “La universidad española en cifras 2017/2018”, la financiación pública universitaria en España se sitúa un 14,5% por debajo de la media de la Unión Europea y de la OCDE, respecto a las que mantiene una insuficiencia de recursos públicos de 1.600 millones de euros.
Por lo que se refiere a la inversión en España en materia de I+D+i, aunque tras años de continua caída invierte la tendencia, aun se sitúa en el 1,20% del PIB, todavía lejos del 1,40% obtenido en 2010 y sigue aumentado la diferencia con la media europea. Desde 2009, la inversión española ha caído un 5,8%, mientras que la media de la Unión Europea ha aumentado la inversión un 22% en el mismo periodo. En la actual situación de crisis económica causada por la pandemia vírica, la meta estratégica de alcanzar una inversión en I+D+i del 2% del PIB, se presenta utópica.
A la vista de los datos anteriores, teniendo en cuenta que el sector público financia aproximadamente el 90% de la inversión en I+D del sector de enseñanza superior8 y desde el realismo que impone la actual situación económica y su previsión para el futuro inmediato, hay dos líneas de actuación que devienen urgentes:
– La primera es incrementar la colaboración pública privada y la transferencia de resultados de la investigación universitaria a la empresa, lo que además de redundar en beneficio de la economía general, mejorará la financiación universitaria.
– La segunda, en línea con la anterior, es diversificar las fuentes de financiación de la universidad. En concreto, sería conveniente reformar la legislación de mecenazgo a fin de incentivar la relación universidad empresa y el apoyo a las actividades de investigación y transferencia realizadas por las universidades. La CCS realizó en 2018 un trabajo de investigación sobre los incentivos fiscales al mecenazgo y a la investigación en la universidad. En el capítulo de conclusiones recapitulamos hasta 15 propuestas que van desde concretos incentivos fiscales hasta incluir cada año a las universidades dentro de las “actividades prioritarias de mecenazgo”. Favorecería el mecenazgo una mayor proactividad de las universidades y de sus Consejos Sociales para la organización de asociaciones de Alumni. Hay que fomentar la práctica y el orgullo de colaborar con la excelencia de la universidad que te ha permitido triunfar profesionalmente en la vida.
6.- Que la universidad sea competitiva, especialmente en su investigación, mediante la gestión meritocrática del talento de sus personas.
Casi el 74% del PDI de las universidades públicas españolas presenciales trabaja en la misma universidad en la que ha leído su tesis doctoral (frente a solo un 31,5% en las universidades privadas) y más del 80% en universidades de la misma Comunidad Autónoma. El dato induce a pensar en la escasa competitividad y consiguientemente la dudosa meritocracia en la provisión de las plazas convocadas.
La universidad tiene que ser una institución meritocrática por definición y la gestión competitiva del talento de sus personas, la base de su excelencia.
No hace falta salir de España para tener claros ejemplos de que, además de su intrínseco valor social, la gestión del talento en el mundo de la ciencia y de la investigación es económicamente rentable si se gestiona con criterios de capacidad y mérito. Los Institutos Independientes integrados en la Alianza de Centros Severo Ochoa y Unidades María de Maeztu (SOMMa), formada por los centros y unidades acreditados con las respectivas distinciones, (entre ellos el CRG, CSIC, CNIO, IRB, ICFO, ICQ …) constituyen un claro ejemplo. Incluso tenemos ejemplos de colaboración universidad-empresa, como es el caso dentro de su modestia, del programa Intalent UDC-Inditex para la contratación de investigadores postdoctorales que, tras tres años de actividad, ofrece un retorno de cuatro euros por cada uno invertido. Es muy relevante el caso de los centros para la investigación Ikerbasque en el País Vasco e Icrea en Cataluña porque han sabido encontrar su autonomía orgánica y funcional en un entorno semipúblico (por ejemplo, Ikerbasque es una fundación no pública constituida por el Gobierno Vasco).
Pero ¿cuáles son los elementos comunes que diferencian estos modelos de la investigación que se realiza en la universidad pública? Entre otros los siguientes: independencia orgánica y autonomía funcional, inversión en personas dotándolas de libertad y confianza, independencia para captar y evaluar a los investigadores, contratación laboral y huida del estatuto de funcionario público, dotación de recursos y entorno de trabajo competitivo, remuneración en términos de mercado según experiencia y méritos, ausencia de burocracia, evaluaciones externas e independientes que condicionan la continuidad del contrato, conexión constante con el sector productivo…
Sabemos cuál es el modelo que funciona y cuál es el que no sirve, estamos en el momento y ante la oportunidad de extraer de esta crisis sanitaria y económica conclusiones correctas y una de ellas tiene que ser que no solo debemos prestar mayor atención a la ciencia y a la investigación y a su íntima conexión con la universidad como productora de talento y conocimiento, sino que además debemos mejorar su gestión, gobernanza y financiación, siguiendo los mejores modelos europeos comparables y su necesaria vinculación con la empresa.
7.- Que la universidad sea emprendedora y transmisora de competencias y capacidades profesionales.
Es tradicional el reproche a la universidad (en general al sistema educativo) de que transmite muy bien conocimientos, pero no forma en competencias, habilidades y capacidades profesionales que, sin embargo, constituyen la razón de supervivencia de las empresas en las que trabajarán la mayoría de nuestros egresados. La creatividad y el afán de innovación, la capacidad de adaptación al cambio constante que impone el mundo actual, la inteligencia emocional, el emprendimiento (que en la empresa se transforma en intraemprendimiento), la capacidad de liderazgo y de trabajo en equipo, las habilidades inter relacionales, el uso de idiomas, la mentalidad global tan necesaria en un mundo sin fronteras…
Hace ya años que el Consejo Social de la Universidad de A Coruña (UDC), que me honro en presidir, consciente de la importancia del tema, trabajó intensamente, en colaboración con el Observatorio Ocupacional de la UDC, tanto las competencias transversales o genéricas como las específicas de cada área de conocimiento, mediante encuestas entre graduados de la universidad y empresas del entorno. Limitándonos a las competencias genéricas o transversales, el estudio reflejó que las cuatro competencias más apreciadas por los empresarios en los graduados eran la responsabilidad en el trabajo, la capacidad para trabajar en equipo, la capacidad de aprender y la motivación. Las empresas valoraron muy bien los conocimientos con los que llegaban los egresados, pero cuestionaron a la universidad en la formación de sus estudiantes en áreas tan esenciales para el mundo real –no digamos ya para la empresa- como la toma de decisiones, la capacidad de aplicar los conocimientos a la práctica, la responsabilidad en el trabajo, la capacidad de adaptación a nuevas situaciones, la resolución de problemas o el compromiso ético.
He asistido a muchas entrevistas y procesos de selección en la empresa y nunca he visto que se comprueben conocimientos, pero sí siempre que el departamento de Recursos Humanos investigue la existencia en el candidato de estas competencias, conocidas como soft skills.
Enseñar las capacidades que demandan las empresas es facilitar la inserción laboral de nuestros estudiantes que, a menudo, compiten en los procesos de selección con candidatos de otras culturas o países que, quizá, forman mejor en esas competencias.
El problema es que los académicos y los investigadores normalmente no ejercen esas competencias en su día a día, por lo que difícilmente las tendrán y podrán transmitirlas a sus alumnos. Sin embargo, sí se ejercen en la empresa donde son condición de supervivencia en un entorno de competitividad. La conclusión es evidente: hace falta que las empresas vayan a la universidad a explicarlas y enseñarlas y que la universidad abra sus puertas y tenga voluntad de cooperación con ellas. Mecanismos como las cátedras de universidad-empresa, la formación dual y las prácticas en la empresa, entre otras, pueden cumplir ese objetivo.
8.- Que la universidad sea una institución volcada con la empleabilidad de sus egresados.
En España tenemos un gravísimo problema de empleabilidad de nuestros egresados universitarios.
A pesar de que la universidad mejora la inserción laboral (los universitarios tienen una tasa de actividad un 10,3% superior, una tasa de empleo un 17,4% más elevada y una tasa de paro prácticamente un 40% más reducida) el porcentaje de empleo de nuestros egresados es muy elevado en comparación con los países del entorno hasta el punto de situarse (datos anteriores a la Covid 19) en el 8,4% (alcanzando el 13% en algunas áreas de conocimiento, como es el caso de Artes y Humanidades), más del doble que la media de la UE (3,9%), tasa que se eleva hasta el 14,9% cuando se considera exclusivamente a los jóvenes entre 25 y 29 años6.
Además, dado que la oferta de titulados es claramente superior a la demanda de empleo cualificado generado por el sector productivo (España es además un país generoso en la producción de egresados universitarios porque para el conjunto de la población española de 25 a 64 años, en 2018, el 37,3% era titulado superior, cinco puntos porcentuales por encima de la UE) se produce un nivel elevado de sobrecualificacion o infraempleo: según el Informe CyD 2019, en ese año el 34,5% de los contratos de trabajo firmados con graduados universitarios fueron para puestos de trabajo de baja cualificación. Aunque es el segundo año consecutivo en el que se observa una reducción del nivel de sobrecualificación o infraempleo, sigue siendo la cifra más elevada de toda la UE, que tiene una media de 23,4%. xi
En conjunto, el dato es estremecedor: estamos enviando al paro o al infraempleo a casi la mitad de los cerca de 200.000 egresados que volcamos al mercado cada año.
Pero esta realidad de fuerza de trabajo disponible coexiste paradójicamente con la queja de las empresas que alegan dificultades para cubrir puestos de trabajo con determinadas cualificaciones, lo que revela una importante brecha entre formación y empleo.
Las causas y responsabilidades de esta situación están compartidas, las características del tejido productivo no ayudan, pero tampoco la falta de flexibilidad de las universidades para adaptar con rapidez las titulaciones a las necesidades de los ocupadores. Es evidente la distinta velocidad de respuesta y capacidad de reacción a los requerimientos del mercado entre empresas y universidades. En tanto las empresas se ven obligadas a dar respuesta rápida a la creciente velocidad de cambio del mundo y del mercado de bienes y servicios, la creación de un nuevo grado universitario en nuestro sistema es un proceso lento y farragoso que requiere, entre su preparación, verificación, acreditación e implementación, no menos de seis años, un tiempo en el que el mundo y sus empresas ya han cambiado radicalmente. Fruto en buena parte de este desajuste, es nuestra escasa proporción de titulados STEM (Ciencias, Tecnologías, Ingenierías y Matemáticas), un 22% frente a la media europea del 34% o el 37% de Alemania como referencia, cuando todo indica que serán las titulaciones que generarán más inserción laboral en el futuro.
Este problema de brecha digital se agrava con una importante brecha de género, tema generalizado en Europa, pero especialmente grave en España. Si el porcentaje de mujeres matriculadas en las universidades españolas es del 54,7%, en las titulaciones tecnológicas baja hasta el 26,8%, solo son mayoría en las biotecnologías (60%) y solo crecen en la nanotecnología (actualmente el 41%). En todas las demás titulaciones tecnológicas son minoría hasta llegar a un exiguo 12% en informática. Sin embargo, su grado de empleabilidad, visto en función del porcentaje de contratos a tiempo completo, refleja niveles muy altos, lo que revela que no estamos ante un problema de empleabilidad sino de formación y vocación. Frente al déficit de formación, hay que impartir educación en la igualdad. Frente a la falta de vocaciones, llevemos al sistema educativo los excelentes referentes que tenemos de mujeres investigadoras: en España la desparecida Margarita Salas, María Blasco…; fuera de nuestras fronteras a Radia Joy Perlman conocida como la madre de Internet, Hedy Lamarr precursora de lo que hoy conocemos como las conexiones bluetooth y wifi, Evelin Berezin creadora del primer procesador digital de textos y un largo etcétera.
Hay que insistir en que la empleabilidad de los egresados en España es una responsabilidad compartida. Es necesario reforzar la cooperación entre universidad y empresa, mejorar las competencias y habilidades de los alumnos, establecer pasarelas que faciliten la transición de la universidad a la empresa y promover el aprendizaje permanente a lo largo de la vida.
9.- Que la universidad sea disruptiva ante el reto de la transformación digital.
La pandemia vírica que actualmente asola al mundo, y muy especialmente a España, con su consecuencia de restricciones a la movilidad y a la presencialidad en numerosas actividades, entre ellas las educativas, ha puesto de relieve la escasa preparación de instituciones, públicas y privadas en España, y la consiguiente urgencia de acometer procesos de transformación digital.
En el ámbito de las universidades, ya el informe de la Fundación CyD 20186, reflejaba que, “considerando todos los niveles, en torno al 14% de las titulaciones impartidas en el curso académico 2018-2019 han seguido una modalidad no estrictamente presencial. En las universidades privadas presenciales, el 39,2% de los másteres y el 18% de los grados se podían seguir en todo o en parte on line (12,8% y 1% respectivamente para las públicas presenciales)”.
El pasado año 2019, siempre por tanto antes de la pandemia, la Conferencia de Consejos Sociales (CCS) y la Red de Fundaciones Universidad-Empresa (REDFUE) llevaron a cabo una encuesta entre 34 universidades españolas (25 universidades públicas y 9 privadas) sobre la “Situación y retos de las universidades españolas ante la transformación digital”. Las 34 universidades participantes aglutinaban el 49% de los 1.595.039 de estudiantes totales matriculados en las universidades españolas durante el curso 2018/19. Además, se celebraron 19 mesas de debate, en las que participaron 225 personas, distribuidas en diferentes ciudades españolas (Almería, Córdoba, La Laguna, Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, Murcia, Valencia, Vitoria y Zaragoza).
El estudio pone de relieve que la transformación digital va de personas y por tanto su motor es la estrategia y no la tecnología e implica poner en práctica una nueva cultura en la que deben intervenir todos los actores que forman una organización. Las tecnologías son solo herramientas que, bien implementadas, mejoran la competitividad de las organizaciones.
Solo cinco universidades opinaron que debían de reinventarse y habían desarrollado estrategias de transformación digital global e incluso creado vicerrectorados o comisiones específicas para acometer cambios profundos. Solo una de cada tres estaba desarrollando estrategias de transformación digital. Únicamente ocho universidades indicaron que tenían planes para adoptar nuevas tecnologías en los próximos años. Esto supone que solo el 38% de las universidades españolas participantes contaban o estaban desarrollando una estrategia de transformación digital. El 29% la integraban dentro de la estrategia general. El 24% indicaron que no contaban con ningún plan y el 9% estaban pendientes de definirlo. Más de la mitad de los centros participantes (51,5%) consideraron que las universidades españolas no contaban con las estructuras necesarias para realizar la transformación digital de manera adecuada.
Entre los obstáculos que el estudio refleja para la transformación digital de las universidades españolas figuran los siguientes: falta de recursos tanto económicos como humanos, escasez de profesorado formado en tecnologías disruptivas, falta de motivación e incentivos y, en consecuencia, falta de implicación del profesorado para reciclarse, situación agravada por la elevada edad media del PDI de las universidades españolas, 50 años (más de la mitad de los catedráticos más de 60 años), estructura universitaria rígida y burocratizada que no facilita sino que genera resistencia al cambio, falta de agilidad del sistema universitario, desconocimiento de las tecnologías emergentes y de cómo la tecnología afecta a la universidad.
En opinión de los expertos, la mayoría de las universidades analizadas se encuentran en la denominada “Educación 3.0”, centrada en la creación de contenidos digitales y la automatización de procesos. La universidad española se encuentra bastante digitalizada a nivel administrativo y de procesos. Dieciséis de las treinta y cuatro universidades participantes indican que su estrategia se basa en este punto. El siguiente tema donde se está haciendo más esfuerzo es en la incorporación de nuevas metodologías docentes y nuevos entornos de aprendizaje y de trabajo. En definitiva, las universidades son conscientes de que hay que llevar a cabo cambios y, aunque ya los están empezando a implementar, ven lejana la disrupción de sus modelos. Por tanto, la mayoría han optado más bien por un modelo de optimización que por uno de disrupción.
Sin embargo, los expertos consideran que el sistema debe evolucionar hacia la llamada “Educación 4.0”, caracterizada por algunos aspectos como un crecimiento de estudiantes no tradicionales, el aumento de la demanda de habilidades basadas en competencias y el avance de la tecnología. Nuevos actores han irrumpido en negocios tradicionales, entre ellos la enseñanza, y se han convertido en líderes mundiales en su sector. En su opinión, las universidades españolas deberán decidir si quieren seguir como hasta ahora y simplemente adaptar sus modelos de negocio o arriesgarse más, ser disruptivas y cambiar radicalmente tales modelos. Un gran número de especialistas participantes en el estudio advierten de que “si no se hace nada, vendrán otros actores y las dejarán fuera” y que las universidades ya han perdido el monopolio del conocimiento y están empezando a perder el de la certificación.
La opinión de los expertos participantes en las diferentes mesas realizadas sobre este punto, considera que la revolución tecnológica implica disrupción y, por tanto, cambios drásticos y no solo meras adaptaciones. También consideran que las universidades deben dotarse de recursos, sobre todo humanos, para que, acompañados del equipo de gobierno, sean capaces de liderar dicha transformación. Tomando como referencia las reflexiones de Mario Ernst, director de Digital Bank Transformación Digital en su post sobre “Transformación digital: ¿Optimización o Disrupción”xiii, las universidades deberían preguntarse si quieren optimizar sus negocios incorporando formación on-line, automatizando sus procesos administrativos e incorporando nuevos canales de comunicación con su comunidad universitaria o más bien quieren explorar nuevos modelos de negocios, co-crear con sus clientes nuevos servicios, generar ecosistemas digitales e incorporar tecnologías disruptivas. La primera opción implica impactos en eficiencia y mejoras en la experiencia de clientes, mientras que la segunda significa apostar por diferenciación y creación de valor radical.
La conclusión es que el reto es importante y exigente. No se trata de renunciar a la presencialidad, pero la Covid 19 ha acelerado la transformación digital del mundo y la universidad no se puede quedar atrás. Todo lo que puede digitalizarse debe poder ser digitalizado y, a partir de aquí, tomar las decisiones que las circunstancias permitan, pero cualesquiera que sean esas circunstancias, las universidades tienen que poder desarrollar su actividad sin interrupción.
10.- Que sea una institución comprometida con la Responsabilidad Social en sus tres aspectos de buen gobierno y sostenibilidad social y medioambiental.
Superada ya la resistencia de quienes negaban la posibilidad de la RS en instituciones de servicio público, hoy está generalmente asumido que también la universidad debe a la sociedad un compromiso añadido de ética, transparencia, rendición de cuentas y equilibrio de poderes en la dirección, de compromiso social con las personas más desfavorecidas o en riesgo de exclusión vinculadas a su actividad y de sostenibilidad medioambiental para el menor impacto en la calidad ambiental.
Resta ahora hablar de los aspectos sociales y medioambientales. Los instrumentos concretos de la sostenibilidad puede ser muy diversos: mejorar las condiciones de estudio y la calidad de vida de los distintos colectivos universitarios más desfavorecidos o en riesgo de exclusión, en concreto atención a la diversidad y a la integración de la discapacidad, asegurar el respeto de la igualdad de género, fomentar la cooperación al desarrollo y el voluntariado, promover la difusión de la cultura y del arte en todas sus manifestaciones abriendo la universidad a las diferentes sensibilidades y manifestaciones, defender los derechos humanos y sociales básicos y adherirse expresamente a declaraciones o convenios internacionales que los promuevan, introducir cláusulas sociales en la contratación y prácticas de consumo, preocuparse por la sostenibilidad de las infraestructuras y de los edificios…
Es esencial que esta responsabilidad social se incorpore a la estructura organizativa y a los instrumentos de gestión interna del sistema universitario y que la universidad visibilice, reconozca y ponga en valor su implicación en estos temas a través de su política de comunicación. Entre otros instrumentos específicos de gestión, debe de existir un vicerrectorado responsable de responsabilidad social, un código de conducta, una memoria anual de responsabilidad social que evalúe y rinda cuentas con objetivos e indicadores medibles, fiables y contrastados y un área o servicio de atención a la diversidad.
Al margen de sus manifestaciones o instrumentos específicos, el compromiso universitario de responsabilidad social debe ser participativo, transversal y multidimensional, en cuanto referido a todas las actividades de la universidad, y ser asumido de manera expresa por el Rector, por el Consejo de Dirección u órgano equivalente y por el Claustro, así como debe de someterse al Consejo Social en cuanto órgano de representación de la sociedad en la universidad y eje central de su tercera misión.
La Responsabilidad Social es un campo ideal para que el modelo universitario luzca al máximo los principios y valores que caracterizan la universidad humboldiana europea: la libertad de pensamiento, la tolerancia, el respeto a las ideas ajenas, su carácter abierto, cosmopolita, humanista y científico y, cada vez más, en el marco de su tercera misión donde se centra precisamente el mayor protagonismo de los Consejos Sociales, su compromiso con el bienestar social, cultural, económico y ambiental para el desarrollo equilibrado y sostenible de la sociedad a la que sirve.
11.- Que sea una institución internacionalizada.
La tasa de internacionalización de la universidad española es una de las más bajas de Europa, a pesar de contar con ese formidable instrumento de competitividad internacional que es el idioma español, el segundo más hablado del mundo occidental. El informe del IVIE1 ya citado, fija en un 5% el porcentaje de alumnos universitarios extranjeros en grado (solo 2 de los 28 países de la OCDE que dan esta información tenían un valor inferior al español) y en un 20% el de alumnos en másteres. Pero si excluimos los alumnos en programas de movilidad (Erasmus…) y nos atenemos solo a los alumnos con matrícula ordinaria, el total de alumnos extranjeros en nuestras universidades públicas presenciales (grado y máster) se reduce a un exiguo 2,32%. Contratar a un profesor extranjero en la actual universidad española es casi imposible. Hace falta una decidida estrategia de internacionalización, impulsar la enseñanza bilingüe y en especial el uso del inglés, configurando grados y másteres en cooperación con otros sistemas universitarios en el marco de programas internacionales de cooperación. En el mundo global y competitivo en el que actualmente vivimos, no ser capaces de atraer talento exterior nos está pasando una factura en la formación de nuestro talento que no nos podemos permitir pagar.
12.- Que sea una institución transparente y sujeta a rendición de cuentas.
Al igual que es necesario impulsar una reforma estructural del actual modelo de gobierno de la universidad con el fin de dar una respuesta adecuada a las exigencias de un servicio público de educación superior, la universidad española debería profundizar en un modelo de transparencia y de rendición de cuentas en línea con los procesos existentes en otros países comparables.
La rendición de cuentas añade a la transparencia la responsabilidad de gestionar lo público de forma eficaz y eficiente de modo que, si no se consiguen los objetivos previstos, resulte obligado asumir las consecuencias que procedan.
Por tanto, la universidad debe asumir que una buena rendición de cuentas supone:
-Exponer, explicar y poner a disposición de la sociedad toda la información relativa a los recursos empleados y a los resultados alcanzados en materia económica, académica, de investigación y de servicios (transparencia);
-Analizar si los resultados se ajustan a lo esperado y demandado por la sociedad y, en su caso, concretar y explicar las acciones correctoras que tengan que ser puestas en marcha para corregir las desviaciones detectadas con respecto a los resultados esperados o previstos.
Actualmente, en España disponemos de procesos de rendición de cuentas de carácter delegado que, básicamente, consisten en establecer sistemas internos de garantía de la calidad y agencias externas u organismos que se encargan de evaluar periódicamente los resultados obtenidos por las instituciones de educación superior. Estos procesos se complementan con la realización de informes que son elaborados por las propias instituciones de educación superior y que se someten a una valoración interna y externa.
En cualquier caso, todas las herramientas utilizadas para el proceso de rendición de cuentas se basan en el uso de indicadores que permiten analizar los inputs y outputs con el fin de poder medir la consecución de objetivos.
Sin embargo existen otras herramientas que no se han desarrollado satisfactoriamente en España para cumplir con las exigencias de una buena rendición de cuentas: la contabilidad analítica, los indicadores de rendimiento y satisfacción para el sistema universitario, los planes estratégicos institucionales con sus correspondientes memorias de cumplimiento, los cuadros de mando integral, los contratos programa o planes de financiación suscritos entre las universidades y los gobiernos, los sistemas internos de garantía de la calidad, los estudios sobre la empleabilidad de los egresados universitarios, etc. En definitiva, sistemas automatizados y sistematizados, de sencilla aplicación, pero suficientemente consistentes y fiables, que permitan a las universidades realizar una autoevaluación sobre cómo abordar la rendición de cuentas a la sociedad y analizar su evolución temporal.
Especial consideración merece la situación de la universidad española ante la contabilidad analítica, obligatoria en sus sistemas de gestión conforme a lo establecido en el RDL 14/2012 de 20 de abril de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo y sin embargo todavía pendiente de implantar en casi todas las universidades. Se trata de un tema importante por su gran valor como mecanismo de medición de eficiencia en la asignación y gestión de recursos, al permitir conocer la realidad de los costes y su grado de cobertura por parte de las distintas fuentes de financiación. En definitiva, un importante mecanismo para controlar la eficacia y la eficiencia de la gestión universitaria y poder rendir cuentas a la sociedad que la financia.
Nuestro bienestar futuro pasa por priorizar la educación, la ciencia y la investigación y, por lo tanto, la universidad. Actuar en consecuencia sería dar respuesta generosa a las doce peticiones anteriores. Es responsabilidad de todos y no valen excusas porque es posible hacerlo, tenemos las personas pero hay que poner los medios. En estos momentos de crisis sanitaria y económica es además un deber social porque no podemos defraudar a quienes vienen detrás. Lo merecen y se lo debemos.